—¡Yo no les pedí que lo tuvieran! —gritó Nuria, furiosa—. ¿Por qué debo aguantar incomodidades por su hijo?

—¡Yo no les pedí que lo tuvieran! —gritó Nuria, furiosa—. ¿Por qué debo aguantar incomodidades por su hijo?

Desde que nació Mateo, la vida de Nuria se convirtió en una lista interminable de renuncias. Su habitación se transformó en un cuarto de juegos que ella no podía pisar. Su tiempo libre desapareció entre pañales, biberones y berrinches. Y ahora… ahora querían que regalara a su gato Félix.

—Mateo es alérgico, Nuria —explicó su madre, sin levantar la vista del móvil—. Estornuda cada vez que Félix está cerca.

—¡Pues que estornude! ¡Félix ha estado conmigo desde los siete años! ¡Mateo tiene tres! ¡Ni siquiera se acuerda de lo que hizo ayer!

—¡Nuria! —intervino su padre—. No seas egoísta. Tu hermano es un bebé.

—¿Egoísta? ¿Por cuidar de mi único amigo mientras ustedes me dejaron criando a un niño que ni quise? ¡No les pedí que lo tuvieran!

A los dieciséis años, Nuria ya no era hija: era niñera, cocinera, mediadora de berrinches y saco de boxeo emocional. Lo que comenzó como una promesa de “ayudar un poco mientras mamá descansa” se convirtió en su nueva realidad.

Lo más cruel era que nadie lo veía.

—Tienes suerte de tener un hermanito —decían sus tías en las reuniones familiares—. Yo siempre quise uno.

—¿Suerte? —pensaba Nuria, apretando los dientes mientras Mateo le arrojaba jugo en la blusa y su madre reía como si fuera adorable.

Desde la llegada de Mateo, Nuria sentía que se desdibujaba. Antes, sus padres le preguntaban cómo fue su día. Ahora, apenas notaban si comía. Si se enfermaba, decían que era estrés. Si lloraba, que exageraba.

Y su gato… Félix era lo único constante. Aquel gato callejero, flaco y sucio que había curado con paciencia y amor, dormía a sus pies, la consolaba sin preguntas, la escuchaba sin reproches.

La discusión fue el quiebre.

—¡Me voy a casa de la abuela! —gritó Nuria mientras metía ropa en una mochila—. Ella sí me escucha. Y Félix va conmigo.

—¡Eres una niña malcriada! —gritó su padre—. ¡No llegarás a ningún lado huyendo!

—Pues prefiero eso a quedarme aquí criando un hijo que no tuve. Críen a Mateo ustedes solos. Yo ya lo hice bastante.

La abuela no preguntó nada cuando abrió la puerta y vio a Nuria con los ojos hinchados y el gato en brazos. Solo la abrazó.

—Siempre tendrás un lugar aquí, mi niña.

Y por primera vez en años, Nuria durmió sin despertarse por un llanto ajeno.

Por primera vez en años, sintió que su vida era suya.

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