Unas semanas después de la boda, escuché una conversación entre mi marido y su madre, lo que oí me congeló la sangre de puro terror.
Ana creía que su unión con Ramón era el comienzo de un cuento de hadas lleno de felicidad y luz. Su encuentro fortuito en una acogedora cafetería de Segovia, los rápidos cuatro meses hasta el compromiso y la boda en tonos rosa y oro le habían parecido la realización de un sueño. Su madre, Elena, no ocultaba su entusiasmo por Ramón, llamándolo “el yerno perfecto”. Pero tras la fiesta de la vendimia que celebraron en familia, esa ilusión se hizo añicos, como un frágil cristal ante el golpe del destino.
Después de cenar, Ana subió a su habitación por una caja con reliquias familiares: viejas cartas y fotografías. Al bajar por la chirriante escalera de la vieja casa, se detuvo: se escuchaban voces apagadas desde el salón. Ramón hablaba, y cada una de sus palabras se le clavaba como un afilado cuchillo:
— Elena, nunca me habría casado con ella si no fuera por tu dinero.
Ana contuvo el aliento, sus piernas flaquearon. La madre respondió en voz baja pero firme:
— ¡Calla, Ramón! Podría oírte. Ten paciencia. En cuanto se estabilice en el trabajo, podrás irte. Es demasiado frágil, no podrá manejarlo sola.
Ramón resopló, en su voz había un tinte de irritación:
— Pero recuerda el último pago para Nochevieja. Sin él, no me quedo.
Ana apenas llegó a su habitación, agarrándose a la barandilla para no caer. Su mundo se desmoronaba. Su madre había pagado a Ramón para que se casara con ella. Todo —sus palabras dulces, sus cuidados, sus promesas en el altar— era una mentira, comprada con dinero sucio. El dolor la alcanzó como una fría ola, pero decidió que descubriría toda la verdad.
Registró sus cosas mientras él dormía y encontró pruebas: extractos bancarios con transferencias de su madre, etiquetadas como “gastos”, “primer pago”, “pago final”. En su correo —cartas sobre deudas, créditos atrasados, desesperadas peticiones de dinero a amigos. Ramón estaba hasta el cuello de deudas, y su madre lo rescataba a costa de su hija. Cada mirada, cada roce ahora le producía un escalofrío de repulsión. Las charlas con su madre se convirtieron en tortura —quería gritar, liberar ese veneno, pero permanecía en silencio, reuniendo fuerzas. Preguntas atormentaban su alma: ¿de verdad su madre pensaba que no merecía amor? ¿Había algo genuino en este matrimonio?
Ana decidió que su traición no quedaría oculta. En Año Nuevo, con toda la familia reunida alrededor de la mesa en casa de su madre, ella preparó su jugada. Bajo el árbol de Navidad había un regalo: una pequeña caja atada con una cinta roja.
— Es para ti, mamá. Te lo has ganado —dijo Ana, mirándola directamente a los ojos.
Elena abrió la caja con una sonrisa y enmudeció al instante. Dentro, estaban impresos los comprobantes bancarios —pruebas irrefutables.
— ¿Qué significa esto? —susurró, su voz temblaba.
— Es la prueba de que compraste un marido para mí —Ana hablaba con calma, pero por dentro era un torbellino.
El silencio quedó suspendido, como antes de una tormenta. Ramón dejó caer la cuchara, que tintineó contra el plato.
— Ana, puedo explicarlo… —empezó él, pero su voz sonaba patética, como la de un animal acorralado.
— No hace falta. Ya has recibido tu dinero. Este matrimonio ha terminado.
La madre rompió a llorar, desplomándose en una silla:
— ¡Lo hice por ti! ¡Eres enfermiza, débil! ¡No quería que te quedaras sola!
— No, lo hiciste para mantenerme bajo control —la voz de Ana se quebró de dolor. —Felicidades, mamá. Me compraste un marido y perdiste a una hija.
Salió de la casa, dejándolos en un silencio sepulcral. El viento frío le azotaba la cara, pero las lágrimas ya se habían secado. Al comienzo del año, Ana pidió el divorcio. Ramón no puso resistencia —las máscaras habían caído y ya no tenía…
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Unas semanas después de la boda, escuché una conversación entre mi marido y su madre, lo que oí me congeló la sangre de puro terror.
