No hay alegría sin lucha

No hay alegría sin lucha

¿Cómo te metiste en semejante lío, tonta? ¿Quién te va a querer ahora con un hijo en camino? ¿Y cómo piensas criarlo? No cuentes conmigo. Yo te crie, ¿y ahora también a tu hijo? No te necesito aquí. ¡Haz las maletas y vete de mi casa!

Anna escuchaba en silencio, cabizbaja. Su última esperanza de que la tía Helen la dejara quedarse, aunque solo fuera hasta que encontrara trabajo, se desvaneció ante sus ojos.

¡Ojalá mamá viviera…!

Anna nunca conoció a su padre, y su madre fue atropellada por un conductor ebrio en un cruce hace unos quince años. Los servicios sociales estaban a punto de enviar a la joven a un orfanato cuando un pariente lejano, primo de su madre, apareció sorpresivamente y la acogió. Su trabajo estable y su casa propia facilitaron el trámite de la tutela.

La tía Helen vivía en las afueras de un pueblo fronterizo del sur, frondoso y caluroso en verano, lluvioso en invierno. Anna siempre estaba bien alimentada, bien vestida y acostumbrada al trabajo duro. Con una casa, un jardín y pequeños animales, siempre había mucho que hacer. Quizás le faltaba el calor y el cariño de una madre, pero ¿a quién le importaba eso?

A Anna le fue bien en la escuela y, tras graduarse, ingresó en una escuela de magisterio. Esos años de estudiante despreocupados pasaron volando, pero ahora habían terminado, había aprobado los exámenes finales y regresaba al pueblo que se había convertido en su hogar. Pero este regreso no fue feliz.

Tras su arrebato de ira, la tía Helen finalmente se calmó un poco.

—Basta ya, quítate de mi vista. No quiero verte aquí.

—Por favor, tía Helen, ¿puedo simplemente…?

—¡No, ya lo he dicho todo!

Anna recogió su maleta en silencio y salió a la calle. ¿Acaso se imaginaba que regresaría así? Humillada, rechazada y esperando un hijo —aunque aún en las primeras etapas—, Anna decidió confesar que estaba embarazada. No podía ni quería seguir ocultándolo.

Necesitaba encontrar un lugar donde acomodarse. Caminó y caminó, absorta en sus pensamientos, ajena a todo lo que la rodeaba.

Era pleno verano en el sur. Manzanas y peras maduraban en los jardines, los albaricoques brillaban con tonos dorados. Las uvas colgaban en pesados ​​racimos de numerosas pérgolas y enrejados, mientras que ciruelas de un morado intenso se escondían bajo las hojas oscuras. El aire estaba impregnado del aroma a mermelada, carne asada y pan recién horneado de las casas. Hacía mucho calor y Anna tenía sed. Al acercarse a una verja, llamó a una mujer que estaba junto a una cocina de verano.

“Señora, ¿podría tomar un poco de agua?”

Pauline, una mujer robusta de unos cincuenta años, se giró hacia la voz. “Pase, si tiene buenas intenciones”.

Metió una taza en un cubo de agua y se la entregó a la chica, quien se sentó cansada en el banco y bebió con avidez.

—¿Puedo sentarme aquí un rato? Hace mucho calor.

—Claro, querida. ¿De dónde eres? Veo que tienes una maleta.

—Acabo de terminar la universidad con la esperanza de encontrar trabajo como profesora. Pero no tengo dónde quedarme. No conocerás a nadie que alquile una habitación, ¿verdad?

Pauline observó a la chica con atención; pulcramente vestida pero agobiada, como si estuviera sumida en un profundo pensamiento.

—Podrías quedarte conmigo. Te animaría un poco. No te cobraré mucho, pero debes prometerme pagar a tiempo. Si aceptas, te enseñaré la habitación.

La idea de un huésped agradó a Pauline; un dinero extra siempre viene bien, sobre todo en un pueblo pequeño como el suyo, lejos de los grandes centros. Su hijo vivía lejos y rara vez lo visitaba, así que sería agradable tener compañía durante las largas tardes de invierno.

Anna, sin poder creer su repentina buena suerte, corrió tras su anfitriona. La habitación era pequeña pero acogedora, con una ventana que daba al jardín, una mesa, dos sillas, una cama y un armario viejo. Perfecto. Acordaron rápidamente el alquiler y, después de cambiarse de ropa, se dirigió al departamento de educación.

Y así, los días volaban: trabajo, casa, trabajo. Anna apenas tenía tiempo para arrancar las páginas de su calendario, pues el tiempo pasaba volando.

Se hizo amiga de Pauline, que resultó ser una mujer amable y cariñosa, y Pauline se encariñó con la chica sencilla y modesta. Siempre que tenía oportunidad, Anna ayudaba en la casa y muchas tardes charlaban tomando el té en el cenador del jardín, pues en el sur, el frío otoño no llega rápido.

El embarazo progresaba sin problemas. Anna no tenía náuseas, su rostro permanecía despejado, aunque era evidente que estaba subiendo de peso. Le contó a Pauline su sencilla historia, una historia demasiado común.

En su segundo año, Anna se enamoró de James, el encantador hijo de padres adinerados que también eran profesores universitarios. Su futuro estaba asegurado: estudios, posgrado y una carrera docente o investigadora, todo cerca de sus padres. Guapo, educado y sociable, era el alma de cualquier reunión y adorado por muchas chicas. Pero eligió a la modesta Anna. ¿Quizás fue su sonrisa tímida, sus dulces ojos marrones o su esbelta figura? ¿Quizás percibió un alma gemela o la resiliencia que poseen quienes han enfrentado la adversidad? Es difícil saberlo.

Pero sus últimos años de universidad transcurrieron casi inseparablemente, y Anna imaginaba un futuro a su lado.

Ese día persistió en su memoria. Esa mañana se dio cuenta de que no soportaba la comida, no toleraba ciertos olores y llevaba días con náuseas. Lo importante: llegaba tarde. ¿Cómo podía olvidarlo o ignorarlo? Anna compró una prueba de embarazo, volvió a su dormitorio, bebió un vaso de agua y esperó. Sí, dos líneas. Las miró fijamente, sin dar crédito a sus ojos: dos líneas. Se acercaban los exámenes, ¡y ahora esto! ¿Cómo reaccionaría James? Los niños aún no entraban en sus planes.

Inesperadamente, una oleada de cariño por la pequeña vida que llevaba dentro la invadió.

“Pequeñita”, susurró, tocándose suavemente la barriga.

Al enterarse de la noticia, James decidió esa misma noche presentarle a Anna a sus padres. Recordando ese encuentro, Anna no pudo contener las lágrimas. En resumen, los padres de James le sugirieron que abortara y se fuera de la ciudad después de graduarse, sola, porque James necesitaba centrarse en su carrera y ella simplemente no era la pareja ideal.

Anna solo podía adivinar qué conversación tuvo con su hijo. Al día siguiente, James entró silenciosamente en su habitación, dejó un sobre con dinero en efectivo sobre la mesa y se fue sin decir palabra.

Anna nunca consideró un aborto. Ya había aprendido a amar al pequeño ser que llevaba dentro. Era su bebé, solo suyo. Sin embargo, tras considerarlo brevemente, decidió aceptar el dinero que James le dejó, reconociendo lo vital que sería para ellos.

Al escuchar la historia de Anna, Pauline la consoló con compasión: «Estas cosas pasan. No es lo peor de la vida. Hay que ser valiente al no interrumpir un embarazo; cada hijo es una bendición. Quizás todo salga bien».

Pero Anna no podía ni pensar en reconciliarse con James. Sentía una profunda aversión. Incapaz de perdonar la humillación, el recuerdo de su simple rechazo la atormentaba.

Pasó el tiempo. Anna dejó de trabajar, contoneándose como un pato mientras esperaba la llegada de su bebé. Esperaba con ansias si sería niño o niña, pero los técnicos de la ecografía no podían determinarlo. Daba igual, siempre y cuando el bebé estuviera sano.

A finales de febrero, un sábado, comenzó el parto y Pauline la llevó al hospital. El parto transcurrió sin contratiempos y Anna dio a luz a un niño sano.

“Bebé John”, murmuró, acariciando suavemente su mejilla redonda.

Anna se hizo amiga de las otras mujeres de la maternidad, quienes le informaron que dos días antes, la esposa del agente fronterizo había dado a luz a una niña allí. Resultó que ni siquiera estaban casados ​​oficialmente, sino que vivían juntos.

No te lo creerías, la llenó de flores, trajo chocolates y brandy para las enfermeras, la visitaba todos los días en un Jeep. Pero las cosas no iban bien entre ellos. Ella decía constantemente que no quería tener hijos y terminó dejando una nota, abandonando a la bebé, alegando que no estaba lista.

¿Y la bebé?

La alimentan con biberón, pero la enfermera dijo que sería mejor que alguien la amamantara. Pero cada uno tiene sus propios bebés que alimentar.

Cuando llegó la hora de comer, trajeron a la niña.

¿Podría alguien alimentarla? Es tan frágil, preguntó la enfermera con esperanza, mirando a las jóvenes madres.

“Yo lo haré, pobre niña”, dijo Anna con dulzura, recostando a su hijo dormido en la cama y tomando a la niña en brazos.

¡Ay, qué pequeña y hermosa es! La llamaré Mary.

Comparada con su robusto hijo John, la niña era diminuta.

Anna le ofreció el pecho y la bebé succionó con entusiasmo antes de quedarse dormida, tan solo unos minutos después.

“Te dije que está frágil”, comentó la enfermera.

Y así, Anna comenzó a amamantar a ambos niños.

Dos días después, la enfermera entró en la habitación para informarle a Anna que el padre de la bebé había llegado y quería conocer a la joven que amamantaba a su hija. Así fue como Anna conoció al agente fronterizo, el capitán James Hathaway, un joven de estatura media, con ojos azules y una mirada firme.

Los sucesos que siguieron fueron relatados repetidamente por el personal de maternidad del hospital y, posteriormente, por todo el pueblo, porque la historia culminó de una manera que valía la pena recordar.

El día que Anna recibió el alta del hospital, todos —incluidos médicos, enfermeras y auxiliares— se reunieron en la entrada, donde esperaba un Jeep adornado con globos azules y rosas. Un joven oficial militar con galones de capitán ayudó a Anna a subir al vehículo, donde Pauline ya estaba sentada, y le entregó un bulto azul, seguido de uno rosa.

Con un bocinazo de despedida, el vehículo arrancó y pronto desapareció tras la curva.

Así es, nunca se sabe realmente qué consecuencias traerán tus actos. Porque a veces la vida te depara sorpresas simplemente inimaginables…

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