Elena despertó esa mañana con una sensación de agobio en el pecho. No era por el frío, sino por la rabia que llevaba dentro desde que abrió los ojos. Era el 8 de marzo, el Día de la Mujer, un día que ella siempre había querido disfrutar en su propio espacio, pero que, como de costumbre, tendría que compartirlo con la persona que menos deseaba ver: su suegra.
Mientras vestía a su hijo Adrián, con la vista fija en el espejo, intentaba calmarse. No podía evitarlo: desde el primer día que había llegado a la familia, Esperanza había sido una fuente constante de críticas. Siempre algo que ella hacía mal, siempre observando con ojo crítico su manera de criar a su hijo, sin nunca preguntarle cómo estaba o cómo se sentía. Era como si ser madre, esposa y trabajadora desde casa no contara para nada.
—Elena, otra vez con esa cara de vinagre —comentó Nicolás, abrochándose la chaqueta—. ¿En serio no quieres ir?
Elena soltó un suspiro pesado.
—¿No lo entiendes? —murmuró mientras terminaba de ponerle los zapatos a Adrián—. Siempre está criticando todo lo que hago. Como si trabajar desde casa fuera estar de vacaciones. Y ni siquiera se preocupa por cómo estoy yo.
Nicolás, que siempre intentaba evitar el conflicto, le lanzó una sonrisa nerviosa.
—Bueno, no sales de casa —se burló él.
—¿De verdad crees que el teletrabajo es tumbarse en el sofá todo el día? ¿O que la comida y la luz caen del cielo? —respondió ella, algo más irritada de lo que esperaba.
—¿Podrías ir tú solo? —intentó Elena.
—Elena, es el Día de la Mujer. No puedes ignorar a mi madre.
Con esas palabras, el destino de esa tarde ya estaba sellado. A las dos horas estaban en el pequeño apartamento de Esperanza en Getafe. Julia, la sobrina de la suegra, estaba allí, sentada en un rincón, hojeando una revista, sin mostrarles mucha atención. Elena no podía evitar sentir que la suegra prefería claramente a Julia antes que a su propio nieto, lo cual solo le hacía sentir más incómoda.
Durante la cena, la suegra dejó escapar un anuncio inesperado.
—Las tías y yo lo hemos hablado —dijo Esperanza con una sonrisa, mientras servía la comida—. Voy a dejarle el piso a Julia. Vosotros ya tenéis casa, pero ella necesita empezar en la vida.
Elena apenas podía creerlo. No solo estaba dejando todo lo que tenía a Julia, sino que había decidido que esa joven se mudaría al piso solo cuando ella muriera. La jugada era clara.
Una semana después, los papeles ya estaban firmados. Pero lo que nadie esperaba era que tres semanas después, Esperanza sufrió un infarto grave. Afortunadamente, sobrevivió, pero quedó completamente dependiente. Nicolás, sin pensarlo demasiado, tomó una decisión que cambiaría su vida y la de Elena.
—Tenemos que mudarnos con mi madre —sentenció él—. No puede quedarse sola.
Elena tragó saliva. ¿Cómo podría decir que no? No tenía opción, así que se mudaron. Sin embargo, como siempre, la carga del cuidado de Esperanza recayó completamente sobre ella. Nicolás trabajaba, Julia estudiaba y salía con su novio, y Elena no solo tenía que ocuparse de su trabajo desde casa, sino también de la limpieza, la comida, y el bienestar de su suegra.
Una noche, después de un día agotador, Elena no pudo más.
—Nico, ¿y si Julia ayuda? Después de todo, el piso es suyo —sugirió, ya sin fuerzas.
—Es estudiante, tiene su vida. ¿O quieres que traiga aquí al novio? Además, tú estás en casa —respondió él sin mirar atrás.
—¿En casa? ¿Trabajando? ¡Haciéndolo todo! —replicó ella, casi sin aliento.
—¿Estás harta? —sonrió él con ironía—. Es mi madre. No la abandonarás, ¿verdad?
—Es tu madre, mi suegra. No es mi obligación. Tú no cuidarías de la mía. Contrata a una cuidadora.
—¿Y quién paga? —preguntó él, despectivo.
—Con su pensión. O con tu sueldo.
—Entonces, ¿para qué te necesito? —respondió él, fríamente—. Ve a ver cómo está.
Esa noche, Elena no pudo dormir. Las palabras de Nicolás retumbaban en su cabeza. Él la usaba como esposa, como empleada, como enfermera. Julia, la heredera, ni siquiera se dignaba a aparecer.
A la mañana siguiente, Elena tomó una decisión. Empacó sus cosas, cogió la mano de Adrián y volvió a su piso. Apagó su móvil y solo envió un mensaje a Nicolás: “Cansada de serlo todo. Suerte.”
Esa misma noche, Nicolás apareció furioso en su puerta.
—¡O vuelves o pedimos el divorcio! —gritó.
—Como quieras —respondió ella tranquila—. Pero ahora lo pido yo. No sacrificaré mi vida por un piso que no es mío y por alguien que nunca dio las gracias.
—¡Te arrepentirás! —exclamó él.
—Ya me arrepiento… de haber aguantado tanto. Ahora soy libre. Solo te agradezco a Adrián.
Un mes después, el divorcio fue rápido. Nicolás no pidió perdón. Elena no llamó.
Seis meses después, supo que Esperanza había muerto. Julia, la nieta favorita por quien todo se había hecho, echó a su tío a la calle como si fuera un mueble viejo.
La vida puso todo en su lugar, y Elena no se arrepintió ni un segundo de haber salido a tiempo.