No podía quedarme ahí parada viéndola sufrir. Tenía que hacer algo.

No podía quedarme ahí parada viéndola sufrir. Tenía que hacer algo.

Era una mañana de sábado como muchas otras. Mi día comenzaba con el sonido del café saliendo de la máquina, mientras mi esposa, Laura, ordenaba la casa. Nuestro matrimonio, después de tantos años juntos, había adquirido una calma casi resignada, pero aún teníamos momentos que hacían que cada día fuera especial. Lo que me preocupaba era verla tan cansada, sobre todo desde que había empezado a trabajar en suéteres para nuestros nietos.

Laura era una mujer creativa, pero con un trabajo lento y metódico. Cada suéter que les hacía lo hacía con el corazón. Era su pasión, su dedicación, su forma de decir “Te quiero”. Estos suéteres estaban destinados a ser regalos perfectos, diseñados con amor y cuidado. Los habíamos visto crecer a nuestros nietos, y ella esperaba que esos suéteres les trajeran calidez y buenos recuerdos, especialmente en los meses más fríos.

Una tarde, mientras estaba en la oficina, me llamó desolada. “Los vi, Marco”, dijo con la voz entrecortada. “Los suéteres… los que hice para los niños… los encontré en una tienda de segunda mano.”

Se me hizo un nudo en la garganta. No podía creerlo. Los había hecho con sus propias manos, con tanto cariño. No podía imaginar cómo alguien podía hacer algo así. Cuando llegué a casa, Laura estaba sentada en el sofá, con los ojos llenos de lágrimas, agarrando el último suéter que le había hecho a nuestro sobrino, el pequeño, que ahora ni siquiera sabía cómo había acabado en ese escaparate.

No podía quedarme ahí parada viéndola sufrir. Tenía que hacer algo.

Decidí ir a la tienda de segunda mano enseguida. No me importaba montar un escándalo, tenía que hacerlo. La tienda era pequeña y polvorienta, con estanterías llenas de objetos abandonados. Entre la chatarra y las chaquetas viejas, los encontré: los suéteres. No podía creer lo que veía. Allí estaban, expuestos como si no tuvieran ningún valor. Me acerqué al dueño, un hombre mayor y encorvado que me miró sin decir palabra.

“¿Cómo te atreves a vender estas cosas?”, pregunté, intentando mantener la calma. “Fueron hechas a mano con amor. Y no tienen derecho a estar ahí, entre estas cosas”.

El hombre no pareció muy impresionado, pero al ver mi expresión, se disculpó rápidamente, diciendo que se las había comprado a alguien que las había traído allí sin decírselo. No lo creí. Pero ese momento me hizo darme cuenta de algo. No solo habían traicionado los suéteres, sino también la confianza que teníamos en el mundo que nos rodeaba.

Pagué el precio de los suéteres, los tomé y me fui. Al llegar a casa, sentí que había ganado una pequeña batalla. Laura me miró con los ojos llenos de esperanza. “Han vuelto”, dije, y le di los suéteres. “Todos”.

En ese momento, supe que la lección no era solo para ellos, sino también para mí. Porque en la vida, no podemos permitir que se menosprecie el amor y el trabajo de la gente. Y jamás permitiría que nadie volviera a hacer lo mismo.

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