Desde ese momento, ya no vi la boda desde atrás. Vi cómo mi hijo daba el siguiente paso en su vida, y lo hice desde el lugar que siempre había sido el mío: a su lado, como madre.

Desde ese momento, ya no vi la boda desde atrás. Vi cómo mi hijo daba el siguiente paso en su vida, y lo hice desde el lugar que siempre había sido el mío: a su lado, como madre.

Era un día cálido de primavera, uno de esos en los que el aire parece cargado de promesas y el sol brilla con una intensidad que hace que todo parezca más brillante. Yo había esperado este momento durante meses: la boda de mi hijastro, Mateo, y su prometida, Lara. Había conocido a Mateo desde que era un niño, cuando su padre y yo comenzamos a salir, y había visto su crecimiento y sus luchas. Lo había considerado como un hijo propio. Nunca imaginé que llegaríamos a este punto, a una ceremonia en la que su vida daría un giro tan importante.

Estaba emocionada, pero también algo nerviosa. No estaba segura de cómo me recibiría Lara, su prometida. Había escuchado historias de madres y suegras que se sentían desplazadas por las parejas de sus hijos, y aunque sabía que Lara me respetaba, algo me decía que no todo sería tan sencillo.

Al llegar al lugar de la boda, un hermoso jardín adornado con flores y luces suaves, vi a Mateo, de pie al altar, esperando a su amada. Mi corazón latía más rápido de lo normal, como si también fuera mi hijo el que se casaba, como si hubiera sido yo quien lo había criado. Me sentí orgullosa, pero también vulnerable. Cuando me dirigí al asiento reservado para los familiares, vi a Lara, quien, al notar mi presencia, me hizo un gesto con la cabeza, indicándome que me sentara.

— Solo las verdaderas mamás se sientan adelante — me dijo en un susurro, con una sonrisa que no lograba ocultar la tensión en sus ojos.

Mis manos temblaron. La sensación de estar fuera de lugar me invadió al instante. Mi lugar no era el de la madre de Mateo. Mi corazón se apretó, pero, por respeto a ella, y al propio momento, tomé asiento en las últimas filas, rodeada de otras caras desconocidas.

La ceremonia comenzó, y aunque pude ver a Mateo sonriendo felizmente, me sentí como un espectador lejano en el momento más importante de su vida. A medida que la ceremonia avanzaba, me di cuenta de lo lejos que me sentía de ese altar, de esa unión que sentía tan personal, pero a la vez tan ajena.

De repente, escuché un murmullo. Mi hijo, después de intercambiar miradas con Lara, comenzó a caminar hacia mí, entre la multitud, con la vista fija en mi rostro. La sonrisa que me dedicó, brillante y llena de emoción, hizo que mi corazón se acelerara aún más.

— ¿Por qué estás allá atrás, mamá? — me preguntó en voz baja, mientras llegaba hasta mi asiento.

Una ola de sentimientos me envolvió, y antes de que pudiera responder, Mateo extendió su brazo hacia mí. Con una ligera sonrisa, me levantó y me condujo hasta el frente, al lado de él.

— Tú eres mi mamá, y ningún título puede cambiar eso. Te mereces estar aquí, conmigo.

La sala quedó en silencio mientras yo, completamente abrumada, tomaba su mano. Las lágrimas comenzaron a caer por mi rostro, no solo por el gesto de mi hijo, sino por la sensación de que, por fin, después de tanto tiempo, estaba ocupando el lugar que realmente merecía.

Mientras Lara observaba la escena desde el altar, me di cuenta de que, a veces, el amor no entiende de límites ni de etiquetas. El lugar que Mateo me había dado, frente a todos, era el testamento de todo lo que habíamos compartido como madre e hijo, y no había nada que ni Lara ni nadie pudiera cambiar.

Desde ese momento, ya no vi la boda desde atrás. Vi cómo mi hijo daba el siguiente paso en su vida, y lo hice desde el lugar que siempre había sido el mío: a su lado, como madre.

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