“¿De qué hablas?” preguntó, sin comprender. Pero algo en su mirada, fría y distante, le hizo el corazón dar un vuelco.

“¿De qué hablas?” preguntó, sin comprender. Pero algo en su mirada, fría y distante, le hizo el corazón dar un vuelco.

Marta había vivido toda su vida en la pequeña ciudad de los alrededores de Siberia. La taiga, ese vasto e impenetrable bosque de pinos y abetos, había sido testigo de todos los momentos significativos de su vida: las tardes de juegos en su infancia, las caminatas solitarias durante su adolescencia, y ahora, esa tarde que nunca olvidaría. Nunca imaginó que su relación con Alexéi, el hombre que creía que sería su compañero de vida, terminaría en ese rincón desolado del mundo, rodeada por la imponente quietud de la naturaleza.

El aire fresco de la taiga la envolvía, haciendo que su respiración se volviera más pesada. Marta había aceptado la idea de dar un paseo por el bosque con Alexéi, pero algo en el tono de su voz la había hecho sentirse extraña desde el principio. “Solo un paseo rápido,” le dijo él, “necesito que tomes un poco de aire fresco. Estás mucho tiempo en casa.”

La idea de estar en la naturaleza siempre le había gustado. Creció rodeada de bosques y montañas, pero este paseo, en particular, tenía algo diferente. La sensación de ser observada, de no estar completamente sola, le hacía poner la guardia en alto, a pesar de que Alexéi la había guiado pacientemente por el sendero.

Avanzaron en silencio por un par de kilómetros, Marta tropezando en el terreno irregular debido a su barriga prominente, pues estaba embarazada de siete meses. Alexéi, por su parte, caminaba con paso firme, aparentemente sin notar la creciente incomodidad de su prometida.

De repente, sin aviso, él se detuvo frente a un árbol enorme y le pidió que se sentara.

“Marta,” dijo con una calma extraña, “necesito que me escuches.”

Marta lo miró, confundida. Nunca antes había oído ese tono en su voz.

“¿De qué hablas?” preguntó, sin comprender. Pero algo en su mirada, fría y distante, le hizo el corazón dar un vuelco.

Alexéi la observó durante un largo momento, como si estuviera tomando una decisión. Finalmente, habló, y sus palabras cayeron sobre Marta como un pesado golpe.

“Lo siento mucho,” dijo sin un atisbo de emoción. “Pero no puedo continuar con esto. No quiero quedarme con una carga como tú. Ya no te amo, Marta. No quiero este bebé. Tienes que irte, encontrar tu camino. Yo no estaré aquí para ti.”

El sonido de su voz se desvaneció en el aire, mientras Marta sentía que el mundo entero se desmoronaba a su alrededor. El dolor la envolvió, pero no pudo articular una palabra. Solo miró a Alexéi, buscando una chispa de compasión, una señal de que estaba bromeando. Pero él ya se había alejado.

“Vuelve a casa, Marta,” dijo fríamente, señalando el camino hacia el pueblo. “Camina, piénsalo. Yo… yo ya no quiero estar aquí.”

Alexéi se dio media vuelta y comenzó a caminar en dirección contraria, dejando a Marta sola en medio de la taiga, con el corazón roto y un bebé creciendo en su vientre.

El tiempo pareció detenerse. El viento soplaba fuerte, como si la taiga misma respirara a través de ella, pero Marta no podía mover un solo músculo. ¿Cómo era posible que el hombre al que había dado su amor, su confianza, le hiciera esto? ¿Cómo podía abandonarla en ese lugar, sabiendo que estaba embarazada de su hijo? La desesperación la invadió, pero algo dentro de ella también se encendió. La rabia comenzó a arder en su pecho, y el dolor, aunque insoportable, le dio una fuerza inesperada.

Sin pensarlo dos veces, comenzó a caminar. No sabía cómo iba a salir de allí, ni cuánto duraría el viaje, pero la idea de quedarse sola en ese frío rincón del mundo, sin luchar, no era una opción. Tenía que sobrevivir. Tenía que llegar a casa, a su familia, a su vida.

A lo largo de las horas que siguieron, Marta se enfrentó a la taiga en todo su esplendor: la vastedad del bosque, los ruidos extraños, el miedo a la oscuridad. Pero también, encontró algo dentro de ella que nunca antes había conocido. La fuerza para continuar, para no rendirse, para luchar por su hijo, por ella misma.

Después de lo que pareció una eternidad, cuando la luz del sol comenzaba a desvanecerse en el horizonte, Marta vio a lo lejos el pueblo. Casi agotada, pero con una determinación feroz, dio su último esfuerzo y llegó a casa.

La primera persona que vio fue su madre, quien, al verla en ese estado, corrió hacia ella, abrazándola con todas sus fuerzas.

“¿Qué ha pasado, hija?” preguntó con voz temblorosa, mientras Marta se desplomaba en sus brazos.

“Alexéi… me dejó,” murmuró, entre sollozos. “Me dejó en el bosque. Pero he vuelto, mamá. He vuelto.”

Esa noche, Marta se quedó en su casa, rodeada por el calor de su familia, mientras el frío de la taiga parecía quedarse atrás, en lo profundo de su corazón. Sabía que, aunque había sido abandonada por quien pensaba que era su compañero de vida, había encontrado una fuerza interior que la haría más fuerte que nunca. Por su hijo. Por ella misma. Y por el futuro que aún tenía por delante.

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