La chica de la risa firme

La chica de la risa firme

En el instituto Las Palmas, donde los uniformes se planchaban más que las conciencias, Lucía era “la chica del descuento escolar”. Así la llamaban. No porque quisiera, sino porque su madre, viuda y empleada de limpieza, apenas podía permitirse que su hija estudiara en una escuela de élite gracias a una beca completa.

Cada día era un combate: las miradas, los comentarios velados, los silencios incómodos. Pero Lucía tenía algo que nadie esperaba de una chica como ella: una risa que desarmaba, una inteligencia aguda y una dignidad que ni el uniforme ajado podía opacar.

Un jueves, durante la clase de oratoria, la profesora propuso un debate improvisado. El tema: “¿La riqueza garantiza la felicidad?”. Lucía fue emparejada con Álvaro Méndez, el hijo del empresario más influyente del país. Él sonrió con arrogancia.

— ¿Qué sabrás tú de felicidad, si no tienes ni para un café? — soltó, creyendo tener ya al público ganado.

Lucía lo miró, sin perder la calma, y luego se dirigió a todos con voz clara:

— Sé bastante de felicidad. Porque he aprendido a encontrarla donde otros ni miran: en una cena sencilla con mi madre después de su turno de limpieza, en los libros que consigo prestados, en mi propia voz, que nadie ha podido comprar.

El aula quedó en silencio. No por pena, sino por respeto. Por primera vez, incluso los que solían burlarse de ella bajaron la mirada. Álvaro intentó responder, pero las palabras ya no sonaban tan seguras en su boca.

Desde ese día, algo cambió.

Lucía no dejó de ser pobre. No dejó de usar su uniforme desgastado. Pero dejó de caminar sola por los pasillos. Porque una verdad dicha con firmeza, aunque venga de una chica humilde, puede derrumbar los muros más altos.

Y en esa burla inicial… comenzó su victoria.

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