Una cuna vacía y un corazón lleno

Una cuna vacía y un corazón lleno

— Tía, ¿no quiere usted llevarse a mi hermanito? Tiene cinco meses, está muy débil por el hambre y quiere comer.

La voz era suave, casi un susurro, pero cada palabra pesaba como plomo. Me detuve en seco, entre los puestos del mercado, con la bolsa de pan aún en la mano. Giré la cabeza y vi a una niña, no mayor de siete años, con trenzas mal hechas y la ropa cubierta de polvo. Sus ojos no tenían lágrimas, solo una súplica seca que dolía más que el llanto.

— ¿Dónde está tu mamá, cariño? — pregunté, arrodillándome a su altura.

— No se ha despertado desde ayer. Creo que está muy cansada — dijo con una lógica infantil que heló mi sangre.

Seguí a la niña por callejones de tierra, hasta una choza hecha de madera y zinc. Dentro, el calor era sofocante. En un rincón, envuelto en una sábana raída, lloraba débilmente un bebé de rostro pálido y ojos hundidos. Al lado, sobre una estera, yacía una mujer joven. Fría. Sin vida.

Llamé a las autoridades, pero en lo profundo supe lo que tenía que hacer antes de que me dieran permiso. Mientras esperábamos, cargué al bebé contra mi pecho y tomé la mano de la niña.

— ¿Cómo te llamas? — pregunté.

— Mariana. Y él es Ángel — respondió con voz quebrada.

Ese día, el mundo no se detuvo. Los vendedores siguieron gritando sus precios. El sol siguió ardiendo en el cielo. Pero en mi corazón, una decisión había echado raíces. No podía devolverlos a la nada de donde venían.

Casi nadie lo entendió. Una mujer soltera, sin hijos, con un trabajo a medio tiempo, adoptando dos criaturas desconocidas. Pero yo lo supe desde el primer instante en que Mariana me hizo esa pregunta.

Porque a veces, el amor no nace del vientre… sino de una voz pequeña que te pide, con más esperanza que fuerza:
“Tía, ¿no quiere usted llevarse a mi hermanito?”

Y tú respondes con la única frase posible:
“Sí, mi amor. Y a ti también.”

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