Había escrito algo en un trozo de madera y lo había clavado sobre la puerta, justo en un lugar donde todos lo veríamos.
Decía:
“Aquí nadie tiene que ser perfecto para merecer cariño.”
Me quedé helado. Leí y releí esa frase con los ojos empañados, como si alguien me hubiera arrancado las palabras que yo mismo no sabía que necesitaba escuchar.
Reuben no era un niño difícil. Era un niño no escuchado.
Durante esos días, mientras yo intentaba enseñarle el valor del trabajo, él me mostró el valor de la ternura. Me recordó que no todos los errores necesitan corrección inmediata, que a veces una gallina puede ser mejor compañía que un adulto con prisas, y que incluso en un lugar como una granja, el alma también necesita alimento.
Mi hermana llegó el viernes por la tarde. Cuando le mostré lo que Reuben había hecho y compartí lo que había dicho, se quedó en silencio largo rato. Luego me confesó algo:
— No es fácil en casa. El papá de Reuben se fue hace un año, y yo… he estado tan ocupada tratando de mantenerlo todo a flote que no me di cuenta de cuánto lo necesitaba él, no solo las cuentas pagadas.
Reuben no corrió a abrazarla. Solo la miró desde el granero, donde estaba sentado junto a Malvavisco, acariciándola con infinita paciencia. Pero cuando ella se arrodilló a su lado y le dijo bajito: “Perdóname si te hice sentir solo”, él apoyó la frente contra su pecho y no dijo nada.
No hacía falta.
Ese cartel sigue allí. No lo he quitado. Es mi recordatorio de que una lección de vida no siempre baja desde arriba. A veces viene desde unos ojos jóvenes y cansados que solo quieren saber que, aún imperfectos, merecen amor.
Y desde aquel verano, cada vez que algún visitante pregunta por la frase en el cobertizo, solo sonrío y digo:
— Eso me lo enseñó mi sobrino.