“¿Estás bien?”, le pregunté suavemente, aunque sabía que la respuesta sería un silencio

“¿Estás bien?”, le pregunté suavemente, aunque sabía que la respuesta sería un silencio

Era una tarde lluviosa de otoño cuando decidí dar un paseo por la ciudad para despejar mi mente. Caminaba por una calle que usualmente no tomaba, una calle oscura y casi olvidada por todos, donde las sombras del abandono se mezclaban con la suciedad y la desesperanza. Un puente, al final de la vía, parecía ser el refugio de aquellos que ya no tenían nada.

Mi corazón se detuvo al escuchar un sonido suave pero claro entre el ruido del agua y los coches. Era el llanto de un niño. Al acercarme, lo vi. Estaba allí, acurrucado en el suelo, cubierto de trapos, con el rostro cubierto por un gorro gastado. No había nadie más a su alrededor. Un niño pequeño, no más de tres años, con los ojos cerrados como si la oscuridad fuera su hogar permanente.

Me acerqué lentamente, temeroso de asustarlo, pero lo que vi en su rostro me hizo olvidar todos mis temores. Había algo profundamente triste en sus ojos vacíos, como si el mundo entero lo hubiera abandonado, como si nunca hubiera conocido otra cosa que el frío y el desamparo.

“¿Estás bien?”, le pregunté suavemente, aunque sabía que la respuesta sería un silencio.

Para mi sorpresa, el niño levantó su cabeza, movió sus manitas como buscando algo y me miró fijamente, sin ver. Sus ojos estaban vacíos, pero su expresión me decía que esperaba algo, tal vez un rescate, tal vez un gesto de compasión.

Supe en ese instante que debía hacer algo. No podía dejarlo allí, a la deriva de un mundo que ya lo había olvidado. Lo tomé en mis brazos con cuidado, como si fuera un frágil tesoro, y lo llevé a casa.

Los primeros días fueron un desafío. El niño, al que llamé Tomás, no solo había perdido su visión, sino que también había sido despojado de la confianza básica en los demás. No sabía cómo confiar en mí ni en las personas, pero eso no me importaba. Mi objetivo era darle lo que nunca había tenido: amor, seguridad y la oportunidad de crecer.

Lo alimenté, lo bañé, y aunque no podía verlo, le hablaba constantemente. Le decía que ya no tenía que tener miedo, que lo cuidaría siempre. Con el tiempo, su carita comenzó a sonreír, a responder a mi voz, y supe que estaba empezando a encontrar algo en mí, algo que lo hacía sentirse a salvo.

Lo crié como si fuera mi propio hijo, sin preguntar por sus padres, sin buscar culpables. Solo me importaba que él tuviera un futuro lleno de amor. A medida que crecíamos juntos, Tomás demostró una inteligencia y una sensibilidad extraordinarias, quizás porque nunca tuvo el lujo de ser distraído por cosas superficiales. Él sentía el mundo a través del tacto, el oído y el olfato, y yo aprendí a ver el mundo a través de esos sentidos también.

Hoy, Tomás es un niño feliz y curioso. Me mira con una sonrisa cada vez que me ve, y aunque no puede ver, su mundo está lleno de colores que no todos pueden percibir. Para mí, el milagro no fue encontrarlo bajo ese puente, sino descubrir que lo que realmente necesitaba era alguien que creyera en él.

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