Cuando Marta vio que su hija Lucía volvía a caer en la misma rutina de promesas rotas y excusas vacías, sintió que debía tomar una decisión dolorosa pero necesaria. Durante años, había intentado apoyar a la pareja de Lucía, Carlos, un hombre que nunca buscaba trabajo, que vivía a costa de ella y siempre ponía la culpa en las circunstancias externas.
Cada vez que Marta le daba dinero o ayuda, sentía que estaba prolongando una cadena de dependencia que lastimaba a su hija. Lucía, enamorada y ciega a la realidad, no veía el daño que aquel hombre le hacía, ni la oportunidad que perdía para ser feliz por sí misma.
Un día, después de otro incidente en el que Carlos volvió a prometer que cambiaría y no cumplió, Marta decidió ser clara:
—Lucía, hasta que te divorcies de ese holgazán, no vas a recibir ni un céntimo más de nosotros.
Las palabras cayeron como un balde de agua fría, pero también como una sacudida necesaria. Lucía lloró, enojada y confundida, pero con el tiempo comenzó a ver con otros ojos la realidad que su madre le señalaba.
Esa firmeza maternal fue el impulso que necesitó para romper el ciclo. No fue fácil, ni inmediato. Hubo noches de dudas, miedo y soledad. Pero también hubo crecimiento, amor propio y una nueva vida que empezó a construirse sin lastres.
Marta no dejó de amar a su hija; solo aprendió que a veces amar significa poner límites para que quien amamos pueda salvarse a sí mismo.