Hace 13 años vi a mi hija por última vez: hoy recibí una carta de Navidad de ella

Hace 13 años vi a mi hija por última vez: hoy recibí una carta de Navidad de ella

Era 24 de diciembre. Afuera, la nieve caía lenta como si el mundo tuviera miedo de hacer ruido. En mi pequeño apartamento de una sola habitación, solo el zumbido de la calefacción acompañaba mi cena: sopa instantánea y un trozo de pan duro. Estaba solo, como siempre desde hace más de una década.

Trece Navidades. Trece cumpleaños. Trece veranos sin ver su cabello al viento ni escuchar su risa. Harriet. Mi niña.

Yo había intentado. Las cartas que escribí nunca recibieron respuesta. Los regalos volvieron sin abrir. Rebecca, su madre, se encargó de que mi nombre desapareciera de sus días como si nunca hubiera estado allí.

Hasta hoy.

El timbre del buzón sonó, rompiendo la quietud. Fui sin apuro. Las facturas, las promociones, el típico saludo de la compañía de gas. Y entre ellos… un sobre blanco. Sin remitente, pero con mi nombre escrito con una caligrafía temblorosa.

Lo abrí.

Dentro había una hoja decorada con dibujos de copos de nieve, renos y una niña abrazando a un conejo de peluche. Era un dibujo hecho a mano.

Y debajo, con letra de adolescente, estaba escrito:

“Hola, papá.

No sé si esta carta te llegará. No sé si esta es todavía tu dirección.

Pero si estás leyendo esto… gracias.

Gracias por el conejo. No sabía que eras tú quien lo dejó. Mamá dijo que venía de una tienda. Pero guardé esa tarjeta todo este tiempo. Cada vez que me sentía sola, la leía.

Cuando cumplí 18, le pedí a mamá que me contara la verdad. Me mostró algunas cosas… y me dijo que te habías ido. Pero ahora entiendo que no fuiste tú quien se fue. Te fueron.

No quiero que este sea un reproche. Solo quería decirte que he pensado en ti más veces de las que imaginas. Que me hice muchas preguntas.

Y que ahora quiero conocerte.

Este es mi número de teléfono. Estoy en la ciudad hasta Año Nuevo.

Si quieres… me encantaría verte.

Con amor,
Harriet.”

Se me cayó el sobre. Mis manos temblaban. No podía llorar. Ya no sabía cómo. Solo me quedé sentado en el suelo, sosteniendo esa hoja como si fuera lo más frágil del mundo.

No supe cuánto tiempo pasó hasta que tomé el teléfono. Tecleé lentamente, dudando, con miedo.
Y luego marqué.

—¿Hola? —una voz joven, femenina, al otro lado.
Me quedé mudo.
—¿Papá? —preguntó, con un suspiro que contenía años.

Y fue entonces cuando el milagro, el verdadero, sucedió:
—Hola, Harriet —dije—. Pensé que nunca volvería a escucharte.

Y ella respondió, con una voz entre risas y lágrimas:
—Pues… ¡Feliz Navidad, papá! Llegaste justo a tiempo.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *