El perro le enseñaba los dientes amenazadoramente a la bebé todas las noches. Y cuando los padres comprendieron la verdadera razón de su comportamiento, sus vidas cambiaron para siempre.

El perro le enseñaba los dientes amenazadoramente a la bebé todas las noches. Y cuando los padres comprendieron la verdadera razón de su comportamiento, sus vidas cambiaron para siempre.

Desde primera hora de la mañana, el cielo había estado dejando caer gruesos copos de nieve: viscosos, espesos, como si alguien hubiera espolvoreado generosamente harina con una pala desde arriba, sin prestar atención a dónde caía. Un coche solitario avanzaba lentamente por un camino rural nevado, como un punto en un infinito paisaje invernal. Dentro, se oía el chirrido de los limpiaparabrisas, el crujido de la nieve bajo las ruedas y el sollozo ocasional del bebé en el asiento trasero.

Igor agarraba el volante con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Su mirada estaba clavada en la carretera, apenas visible tras la cortina de la ventisca. Llevaba diez minutos en silencio. Tatyana estaba sentada a su lado en un tenso silencio. Tenía los hombros hundidos, los labios apretados, la mirada vidriosa. Parecía no solo cansada, sino agotada al máximo. Su familia se mudó al pueblo con la esperanza de empezar de cero, para que Tatiana pudiera recuperar la salud…

“¿Deberíamos poner la radio?”, Igor finalmente rompió el silencio, sin apartar la vista del camino.

“¿Por qué?”, ​​respondió ella con voz apagada, sin girar la cabeza. “¿Para ahogar el llanto del bebé?”

Igor exhaló con fuerza.

“Está volviendo a empezar…”, susurró en voz baja, y luego añadió un poco más alto: “Conduzco, lo intento. Con este tiempo, y en tu coche, que siempre te falla…”

“¿Mi coche?”, preguntó Tatiana con amargura. “¿Porque te gastaste el dinero en cigarrillos?”

El bebé se movió y empezó a llorar de nuevo. Igor tiró del volante bruscamente, sintiendo una creciente irritación en su interior.

“Genial. Llegamos al pueblo, empezamos de nuevo, y enseguida me golpeaste en la cabeza. ¿Quizás sería mejor callarnos? Al menos llegar al destino en paz…”

“Basta.” —Cállate —susurró Tatiana, apretando la frente contra la ventanilla. Cerró los ojos y una lágrima le resbaló por la mejilla.

El coche patinó un poco en la curva, pero Igor lo contuvo. Tras los árboles helados apareció una vieja casa: azul, torcida, como olvidada por el tiempo.

—Aquí está nuestro destino —dijo, deteniéndose al borde del campo—. Hemos llegado.

No había camino más allá, solo ventisqueros y terrenos fuera de carretera.

Tatiana salió lentamente del coche, abrazando al bebé con una manta. Sus pasos eran inseguros, como los de alguien que ya no cree en la seguridad del suelo.

Dio un par de pasos y tropezó. La nieve era más profunda de lo que parecía. Chilló, cayó de rodillas, abrazando al bebé.

—¿Qué haces…? —Igor corrió hacia ella, cogiendo a su hijo de los brazos—. ¡Cuidado! ¿Qué te pasa?

—No grites… —susurró Tatiana—. No lo sacudas…

—Yo mismo sé cómo sujetarlo —respondió irritado, ayudando a su esposa a levantarse. Ella siguió caminando en silencio, con los ojos enrojecidos, apoyándose en su marido.

La casa los recibió en silencio. El crujido de los escalones, el clic de la cerradura, una ráfaga de viento frío… y nieve que había que quitar con las manos. La llave entró con dificultad en la cerradura oxidada.

—Bueno, yo… —Igor sacudió la puerta, exhalando vapor—. No me decepciones ahora, viejo desastre…

Finalmente, la cerradura cedió. Entraron en la oscuridad.

El olor a moho, polvo y humedad les golpeó la nariz de inmediato. A la luz del teléfono, se veían sacos esparcidos, trozos de cuerda y grano. Todo estaba cubierto por una película gris de abandono.

—¡Dios mío!… —susurró Tatiana—. ¿Vamos a vivir aquí?

—Por ahora —respondió Igor brevemente. “Lo limpiaremos, nos iremos acostumbrando poco a poco…”

Encontró una escoba y un cubo y empezó a limpiar con ahínco. El crujido, el crujido de las tablas del suelo, los golpes… los sonidos recordaban más al ruido de un barco que se hunde. Pero estaba trabajando.

“Haremos una habitación infantil”, dijo, sin dejar de limpiar. “Esta. Los radiadores son viejos, pero funcionan. Las paredes están intactas. Las ventanas tienen doble acristalamiento.

“¿Y el techo?”, preguntó Tatiana con duda. “¿Y el moho de la esquina?”

“Lo limpiaremos, lo secaremos, lo aislaremos. Un momento, Tanya. Por él, por él.”

No respondió. Simplemente se sentó en el sofá, envuelta en su abrigo.

La habitación estaba un poco más cálida. Las paredes se estaban desconchando, pero en una de ellas había un cuadro: El Cascanueces con una espada, rodeado de ratones. Una idea cruzó por su cabeza, pero Igor la ignoró.

—¡Adiós a tu protector, Dimon! —sonrió, clavando un clavo en la pared—. El Cascanueces de guardia.

La noche cayó de repente, como si alguien hubiera accionado un interruptor. Todo a su alrededor se volvió gris y silencioso. Solo un sonido apenas audible tras la pared hizo estremecer a Tatyana.

—Igor… ¿Oíste eso?

—Probablemente los ratones —se encogió de hombros—.

—No, hay alguien… gimiendo. Afuera.

Escuchó. Y, efectivamente, un sonido tenue y prolongado, que se interrumpía de vez en cuando, provenía de la tormenta de nieve.

—Lo comprobaré ahora mismo —dijo, y salió.

En el porche, en un ventisquero, había una perra. Marrón sucio, con el hocico oscuro y los ojos llenos de un dolor no expresado. Temblaba, con las patas metidas hacia adentro y el rabo entre las piernas.

— ¿Qué te pasa? — Igor se sentó. — ​​Te congelarás, tonta.

El perro levantó la cabeza. Había confianza en su mirada, como si hubiera venido aquí y a ningún otro sitio.

— Vámonos —dijo Igor en voz baja, indicándole que entrara.

Lada entró corriendo en la casa y se dirigió inmediatamente a la habitación del bebé. Se acercó a la cuna y se quedó paralizada.

— ¡¿Qué demonios es esto?! — exclamó Tatiana asustada. — ¡Llévensela ya! ¡Va con el bebé!

— Tranquila —intentó convencerla Igor—. Es amigable. Mira, apenas respira. Solo tiene frío.

Luego regresó. No miró a Lada.

La mañana comenzó en silencio. Dima dormía plácidamente, incluso sonriendo en sueños. Lada yacía en un rincón, como si nunca se hubiera ido.

La cocina olía a gachas de sémola. Tatiana estaba de pie junto a la estufa, envuelta en una bata larga, con el cabello recogido con cuidado. Por primera vez en muchos días, sin una sombra de miedo en sus ojos.

“Quiero que se quede”, dijo sin darse la vuelta.

Igor permaneció en silencio, sentado a la mesa. Lada se acercó y apoyó la cabeza de ella en su regazo.

La acarició mecánicamente.

“Es cierto”, dijo en voz baja. “Ahora es como de la familia. Como un ángel de la guarda”.

A partir de ese día, todo cambió. La casa cobró vida. El silencio dejó de oprimir. El sol se asomaba por las ventanas con más frecuencia. Dima creció, Lada creció con él; no en cuerpo, sino en corazón.

Un día, aparecieron tres adolescentes de una granja vecina. Se portaron fatal, correteando por el patio, golpeando las ventanas. Igor estaba en el granero, Tatiana en la casa. Y Lada en el porche.

Salió y se paró frente a ellos. No gruñó ni ladró. Simplemente los miró fijamente a los ojos. Tanto que se quedaron paralizados, se miraron y salieron corriendo sin decir palabra. Nadie se atrevió a acercarse sin preguntar.

Un mes después, el pueblo empezó a descongelarse. Brotaron los primeros brotes, el aire se suavizó, las tardes se alargaron. Igor ya no encendía un cigarrillo. Parecía que el ansia había desaparecido.

“A veces pienso”, dijo una noche, sentado junto a la estufa, “si no la hubiera dejado entrar entonces… o no hubiera regresado a tiempo…”. Hizo una pausa. “Casi lo pierdo todo”.

Tatiana le puso la mano en el hombro.

—Pero ahora sabemos quiénes somos el uno para el otro. Y a ella.

Han pasado casi dos años. La primavera ha vuelto a su pequeña casa de campo. Y con ella, un nuevo capítulo en la vida.

Un pañal se secaba en el porche. La casa olía a leche y manzanilla. Tatiana estaba tumbada en la cama, pálida pero feliz. Junto a ella, una niña recién nacida, de pestañas oscuras y un puño fuerte y rosado.

Dima corría por el patio con viejas botas de fieltro, Lada, junto a él, sin quedarse atrás ni un solo paso.

Un coche se detuvo en la puerta. Igor y su madre bajaron, alegres como siempre, con maletas y paquetes.

Tatiana miró por la ventana y rió.

Una alfombra roja, una alfombra vieja, estaba extendida sobre la nieve frente al porche. Y sobre ella, como en un desfile, estaban Igor, Dima y Lada.

—Qué bromista eres, Igor —sonrió Tatiana.

Se acercó a ella y la levantó con cuidado.

—Te lo prometí. La segunda es una princesa. Para ella, alfombras.

Lentamente, solemnemente, como en una recepción real, caminó por la alfombra. Lada caminaba a su lado, como si supiera lo importante que era ese momento.

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