El camino al garaje no era largo, pero a Emma le pareció eterno. Cada paso que daba con sus tacones relucientes resonaba como un tambor de guerra sobre el suelo de cemento. Los vecinos seguían con sus vidas: risas de niños, una radio sonando desde un balcón, el canto lejano de una paloma. Todo normal. Todo cruelmente normal.
La llave temblaba en su mano. ¿Y si abría y no había nada? ¿Y si era solo una broma pesada? ¿Y si…?
No. Algo dentro de ella ya lo sabía.
La cerradura giró con facilidad. El garaje estaba oscuro. Solo un rayo de luz se colaba por la pequeña ventana lateral, revelando motas de polvo danzando en el aire inmóvil.
Emma tragó saliva y encendió la luz.
Primero, no vio nada. Solo herramientas, cajas viejas, una bicicleta olvidada. Todo parecía como siempre. Hasta que… sus ojos se detuvieron en una figura cubierta con una lona al fondo, demasiado alta para ser una caja y demasiado delgada para una estantería.
Se acercó con cautela.
Levantó la lona.
Su grito quedó atrapado en su garganta.
Era un maniquí… vestido con su vestido de novia.
No el que llevaba ese día, sino su vestido original, el que había guardado en la casa de su madre. Uno que, supuestamente, había desaparecido durante una mudanza hace años.
En el suelo, justo al lado del maniquí, había fotos. Fotos en blanco y negro, viejas, manipuladas. En todas aparecía ella, dormida. En el sofá. En la bañera. En su cama. Siempre sola. Siempre… observada.
Emma retrocedió. Chocó contra una mesa metálica y algo cayó al suelo con un estrépito: una libreta. La recogió. Las primeras páginas estaban llenas de garabatos. Luego, nombres. Fechas. Lugares. Eran mujeres. Mujeres que se parecían a ella. Una, incluso, tenía su mismo segundo nombre.
La última página tenía solo una frase escrita:
“Ninguna de ellas fue como tú.”
El corazón de Emma latía a un ritmo imposible. Salió corriendo, sin mirar atrás. No podía respirar.
Al llegar al apartamento, su madre la miró con el ceño fruncido. “¿Qué te pasó?”
Emma se apoyó en la pared, sin poder hablar. Le tendió el teléfono a su madre y marcó al 911.
Horas después, la policía interrogaba a Emma mientras Mark, esposado y en silencio, era llevado al coche patrulla. No dijo nada. No necesitaba hacerlo. La mirada en sus ojos decía todo: no se arrepentía.
Y Daniel… Daniel no se casó ese día.
Pero quizás fue lo mejor. Porque la verdad, aunque dolorosa, llegó justo a tiempo.
Emma no volvió a usar vestidos blancos. Pero cada año, en esa misma fecha, visitaba a su hermano, abrazaba fuerte a su madre… y agradecía el mensaje sin nombre que le salvó la vida.