Estaba sentada frente a la pantalla de mi ordenador, revisando informes que parecían no tener fin, cuando el sonido del teléfono me sacó de mi concentración. Era mamá. Siempre tenía una manera especial de hacer que una llamada se sintiera urgente, como si la vida misma estuviera en juego, pero yo ya sabía que no era nada grave. No era la primera vez que recibía una llamada con el pretexto de una “conversación importante”.
—Katyusha, tenemos que reunirnos urgentemente. Una conversación importante —dijo, y aunque su tono era grave, pude detectar la ligera nota de urgencia que siempre acompañaba sus pedidos.
Suspiré, guardé los papeles y me levanté, sintiendo esa presión que siempre venía con las reuniones familiares. No era la primera vez que mi familia necesitaba algo de mí, y seguramente no sería la última.
Al llegar a casa, encontré a mamá en la mesa de la cocina, sentada con papá y Maxim. Alina, como siempre, estaba pegada a su teléfono, sin hacer mucho ruido. El ambiente no era muy diferente al de aquella noche hace un año, cuando celebrábamos mi ascenso. La misma frialdad, la misma distancia entre nosotros, aunque esta vez sentí una tensión que flotaba en el aire.
—¿Qué pasa? —pregunté, mientras me sentaba con ellos.
Mamá me miró, y por un momento, sus ojos brillaron con un destello de algo que no supe identificar.
—Bueno, Katyusha, queríamos hablar contigo sobre el futuro —comenzó mamá, con una calma inusitada.
Mi mente ya empezó a correr a mil por hora. ¿Qué me pedirían ahora? Ya había cumplido con tantas cosas: el portátil para Maxim, el vestido para Alina, el teléfono para mamá, el coche de papá… Pero sabía que siempre había algo más, algo que no terminaba nunca.
—¿Qué tipo de futuro? —pregunté, sabiendo que no me gustaba el tono de la conversación.
—Mira, hija, sabemos que te va bien, que tienes un buen trabajo, un ascenso… —dijo papá, con su voz grave, pero vacía de alegría. “Lo que pasa es que, con todos tus logros, ¿por qué no ayudar un poco más a la familia? Como jefa del departamento, tienes los medios, ¿verdad?”
El silencio llenó la habitación. Mamá levantó la vista, y en sus ojos vi algo que había estado ignorando: no había orgullo. No había ese brillo cálido de felicidad por mí. Solo había cálculo, como siempre.
Maxim intervino, con esa sonrisa arrogante que ya me resultaba insoportable.
—¿Cuánto más vas a esperar, hermana? Ya sabes que en la familia debemos apoyarnos. ¿No te parece? —dijo mientras se cruzaba de brazos.
Su tono era diferente al de antes. Ya no era el hermano que siempre parecía ser el niño rebelde. Ahora estaba completamente seguro de que mi éxito debía beneficiarlo a él de alguna manera.
Alina, con su característica indiferencia, levantó la vista y, como si fuera lo más natural del mundo, dijo:
—Sí, Katyusha, con tu ascenso, ahora tienes más poder. Creo que podrías ayudarnos con la boda. Ya sabes, el vestido de novia, los gastos. Tu apoyo sería… muy valioso.
En ese momento, sentí una oleada de frustración. No podía creerlo. ¡Era el mismo patrón! Mi familia me veía como una fuente inagotable de recursos, no como una persona que había trabajado incansablemente para llegar hasta donde estaba. Me había sacrificado durante años, desvelándome en la oficina, tomando decisiones difíciles, perdiendo noches con mi familia… todo para este momento. Y ellos solo veían un número en una cuenta bancaria.
La presión comenzó a apoderarse de mí, y en un impulso casi involuntario, me levanté.
—¿Así que eso es todo? ¿Eso es lo que soy para ustedes? —mi voz tembló, pero me hice escuchar. “Solo una fuente de dinero. No soy una persona, soy un cajero automático para ustedes.”
La sala quedó en completo silencio. Miré a cada uno de ellos, buscando una respuesta que nunca llegó. Mamá apartó la mirada, papá seguía con la cabeza baja, como si no quisiera enfrentarse a lo que había dicho. Y Maxim… él no entendía lo que había hecho mal.
Fue Alina quien, con una sonrisa fría, rompió el silencio.
—No lo tomes tan a pecho, Katyusha. Solo queremos lo mejor para todos. Es lo normal, ¿no?
Esas palabras, de alguien a quien apenas conocía y que solo me veía como una forma de obtener algo, me hicieron sentir como si todo el esfuerzo que había puesto en tratar de ser una hija ejemplar y una hermana responsable hubiera sido en vano.
No les respondí. Me di la vuelta, tomé mis cosas y salí. Mi cabeza estaba llena de pensamientos contradictorios, pero una cosa estaba clara: ya era hora de que me pusiera en primer lugar.
A lo largo del camino de regreso a casa, algo en mí cambió. Decidí que no iba a seguir permitiendo que mi familia me usara. Si realmente querían mi ayuda, tendrían que hacerlo en sus propios términos.
Una vez en mi departamento, me senté y respiré profundamente. El tiempo de sacrificios innecesarios había pasado. Tenía que aprender a decir no. Y lo haría, incluso si eso significaba perder el vínculo con ellos.