Unos pasos más adelante, se detuvo otro coche. Más viejo, más humilde. Bajó Mitka, su antiguo compañero de clase. Tenía la misma mirada de antes: tranquila, sin juicio.

Unos pasos más adelante, se detuvo otro coche. Más viejo, más humilde. Bajó Mitka, su antiguo compañero de clase. Tenía la misma mirada de antes: tranquila, sin juicio.

Todos en el pueblo conocían la historia de Yulka. La contaban como advertencia, como chisme, como escándalo. Pero nadie hablaba de ella con compasión. Solo decían que “se había dejado llevar”, que sus padres “arreglaron todo” a cambio de un coche reluciente. Desde entonces, ese auto se convirtió en símbolo de todo lo que Yulka odiaba: la traición, la vergüenza, el silencio.

A los quince, ella ya no iba a la escuela. A los diecisiete, se casó con Anatoli, que acababa de salir de prisión. Nadie entendió esa decisión, pero tampoco se sorprendieron. En el pueblo, una chica “manchada” no tenía muchas opciones. Yulka buscaba algo más simple que amor o justicia: libertad. Anatoli no la golpeaba, no le gritaba. Pero bebía y exigía. Un hijo. Una comida caliente. Un silencio absoluto.

Cuando Anatoli murió —ahogado, solo, con los labios morados y los ojos vacíos—, Yulka lloró… pero no por él. Lloró por la culpa que no sentía. Por la libertad que no le parecía real. Por la casa que ahora era suya, aunque las voces de sus padres seguían colándose por la cerca del jardín.

Querían que volviera a casa. Que dejara su espacio al “hijo verdadero”, a Egor. Ella ya conocía ese lenguaje: el que expulsa a las mujeres, el que protege a los que nunca sufren consecuencias.

Una tarde, mientras regresaba del almacén con harina y azúcar, su padre la siguió en el coche. Le ofreció llevarla.

— No me subo a esa cosa —escupió Yulka, sin levantar la voz.

Él cerró la ventana. Dio vuelta en silencio.

Unos pasos más adelante, se detuvo otro coche. Más viejo, más humilde. Bajó Mitka, su antiguo compañero de clase. Tenía la misma mirada de antes: tranquila, sin juicio.

— Déjame ayudarte —dijo.

Le tomó las bolsas y no insistió en nada más. Caminó a su lado, sin hablar, sin preguntar.

Y por primera vez en años, Yulka no sintió que tenía que defenderse.
Solo caminó.
Y por dentro, algo comenzó —muy suavemente— a sanar.

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