«Algún día te devolveré tu amabilidad», me había dicho. «Has hecho por mí más de lo que jamás sabrás».

«Algún día te devolveré tu amabilidad», me había dicho. «Has hecho por mí más de lo que jamás sabrás».

Veinte años. Eso fue lo que tardó el recuerdo de aquella noche tormentosa en convertirse en un mero susurro en mi mente. Pero lo que no sabía era que esa noche, una sola acción, una sola decisión, sembraría las semillas de un cambio que, dos décadas después, volvería a acechar mi puerta.

Todo empezó una tarde de octubre, mientras conducía a casa después de un largo día en el restaurante local. La lluvia caía con tanta fuerza sobre el parabrisas que apenas podía ver nada. La tormenta parecía una presión, una fuerza de la naturaleza intentando aplastarme. Era joven, recién salido de la universidad, y la vida me había enseñado a no confiar demasiado en mis instintos.

Y, sin embargo, esa noche, vi a ese hombre. Estaba allí, al borde de la carretera, refugiado bajo una vieja parada de autobús, empapado hasta los huesos. Apenas una mirada y parecía perdido en un mar de desesperación. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Dudé. ¿Para qué ayudar a un desconocido bajo la lluvia torrencial? Pero algo dentro de él me hizo detenerme. Una sensación extraña, casi irracional, pero también profundamente humana.

Lo llamé. Levantó la vista y, bajo la tenue luz de la lluvia, vi el cansancio y el dolor reflejados en su rostro. Apenas me dirigió la palabra, pero sus ojos lo decían todo. Abrí la puerta del coche y lo invité a pasar.

El hombre, al que llegué a conocer como James, no dijo mucho. Temblaba y temblaba, como si no hubiera conocido el calor humano en años. Lo llevé a casa, lo calenté, le di ropa seca y un poco de sopa. No pidió nada. Simplemente me miró con silenciosa gratitud.

«Algún día te devolveré tu amabilidad», me había dicho. «Has hecho por mí más de lo que jamás sabrás».

Nunca lo creí. Pensé que fue un encuentro pasajero, un incidente entre muchos. Al fin y al cabo, lo había ayudado porque era lo correcto. Y la vida, con su incesante torbellino, me arrastró. Me casé con Jason, tuve hijos y el recuerdo de James se convirtió en una historia que contaba de vez en cuando.

Pero ayer, sentada tranquilamente en mi sofá, un golpe en la puerta rompió el silencio. Un hombre bien vestido estaba en mi umbral, con una carpeta bajo el brazo. Lo miré desconcertada.

«¿Puedo ayudarle?», pregunté con curiosidad.

El hombre me sonrió, una sonrisa que me resultó familiar, casi reconfortante.

«Oh, creo que ya lo hiciste antes, Celia. Hace muchos años».

Ahí, el tiempo se detuvo. Mi mente tardó un instante en procesarlo. Y de repente, todo volvió. James. La misma mirada. El mismo aliento.

Él estaba allí, después de tanto tiempo. Y todo había cambiado.

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