Pasha siempre había sido un niño callado, pero desde la muerte de su madre, su silencio se había vuelto espeso, como si cada palabra que no decía pesara más que la anterior. Tenía apenas siete años, pero sus ojos hablaban como si hubiera vivido ya una vida entera.
Ese día, se despertó temprano con una sola idea fija: hoy es el cumpleaños de mamá. No había globos, ni torta, ni canciones, pero sí tenía una misión. Debía ir a verla al cementerio. Y debía llevarle flores. No cualquier flor: calas blancas, las que su madre adoraba.
Buscó en todos sus escondites de niño: entre sus libros, en la caja del camión de juguete, detrás del marco de la foto donde mamá le sonreía desde otro tiempo. Juntó monedas como quien recoge recuerdos. Pero al contarlas, supo que no bastaban.
Salió igual. Corrió hacia la floristería con la fuerza que sólo da el amor. Frente al escaparate, sintió un nudo en el pecho. Allí estaban. Las calas. Puras, largas, firmes. Como la dignidad de su madre. Entró decidido, pero su voz temblaba.
—¿Cuánto cuesta ese ramo de calas?
La florista, impaciente, lo miró de reojo. No le gustaban los niños que venían solos.
—Lo que tienes no alcanza ni para una flor —dijo secamente, tras ver las monedas en su palma—. No estamos haciendo caridad. Sal, tengo que trabajar.
—Por favor —dijo Pasha, sin moverse—. Es el cumpleaños de mi mamá. Está… en el cementerio.
La mujer suspiró con fastidio y le dio la espalda. Él se quedó unos segundos más, como esperando que el silencio la hiciera cambiar de opinión. Pero no lo hizo. Salió cabizbajo, con las manos apretadas alrededor de las pocas monedas, como si así doliera menos.
En la plaza, se sentó en un banco. A su lado, otro niño de su edad lloraba bajito. Pasha no preguntó por qué. Solo lo miró, y luego miró su puño con las monedas. Se levantó y fue al kiosco de la esquina, donde vendían pequeños ramos de flores silvestres. No eran calas. Pero eran flores.
Regresó al banco y se las dio al niño.
—Son para tu mamá, ¿verdad? —preguntó Pasha.
El niño asintió sin hablar.
—Entonces, toma. Es su cumpleaños. Las mamás se ponen felices con flores.
Y se fue sin esperar respuesta.
Más tarde, caminó al cementerio con los bolsillos vacíos, pero el corazón tranquilo. Se arrodilló frente a la tumba de su madre, vacía de flores. Solo tierra húmeda, y una foto con su sonrisa eterna. Cerró los ojos.
—Mamá, lo intenté —susurró—. No pude comprarte calas… Pero te traje mi promesa. No voy a olvidarte. Nunca.
Abrió los ojos. Y en ese momento, los vio. A pocos metros, sobre una lápida modesta y limpia, un ramo de calas blancas descansaba. Se acercó. Sintió que le fallaban las piernas. Esa era… la tumba de su madre.
Miró mejor. Eran las mismas calas del escaparate. El ramo tenía una nota pequeña, escrita con letra de adulto:
“Para una madre que aún vive en los ojos de su hijo.”
Pasha no entendía quién lo había dejado allí. Miró a su alrededor, confundido, buscando alguna señal. Entonces, en la distancia, vio al hombre de la tienda de flores. El mismo que había intervenido cuando la vendedora lo expulsó. Lo observaba desde lejos, con una mano en el corazón, la otra levantada en un gesto silencioso.
Ese día, Pasha aprendió que no todas las flores crecen en la tierra. Algunas florecen en los corazones que aún saben amar, incluso cuando todo parece marchito.
Y en ese ramo, en medio del frío mármol, floreció también el recuerdo vivo de su madre.