Despertó sin un resfriado, sin atascos, sin una razón física que lo retuviera en la cama. Pero algo se había roto por dentro. Miró sus pies, inmóviles y quietos, sin rumbo. Como si no hubiera nada que lo sostuviera.

Despertó sin un resfriado, sin atascos, sin una razón física que lo retuviera en la cama. Pero algo se había roto por dentro. Miró sus pies, inmóviles y quietos, sin rumbo. Como si no hubiera nada que lo sostuviera.

Era un miércoles más. El sol apenas tocaba las aceras de Madrid, pero Javier, acostado en su cama, sentía el peso de un sol opaco que no alcanzaba a entrar. En ese instante, la luz del día no lograba iluminar su mente nublada, su cuerpo agotado. Había llegado al punto de no poder levantarse por primera vez en tres años. Su rutina ya no era una esperanza, era una condena, y todo a su alrededor le parecía un eco distante de lo que solía ser.

Despertó sin un resfriado, sin atascos, sin una razón física que lo retuviera en la cama. Pero algo se había roto por dentro. Miró sus pies, inmóviles y quietos, sin rumbo. Como si no hubiera nada que lo sostuviera.

Lo primero que sintió fue la desconexión. Desconectado de su propio cuerpo, de sus propios pensamientos, de los días que pasaban como si nada. Su móvil lo miraba con notificaciones que ya no le importaban: «reunión en 40 minutos», «plazo del proyecto», «pagar internet». Todo parecía vacío. Todo parecía innecesario. Apagó la pantalla y observó la vida fuera de su ventana.

No había gritos ni llantos, solo el peso silencioso de la incomodidad. La ciudad seguía su curso mientras él sentía que se desvanecía en una rutina repetitiva que no le ofrecía consuelo.

La visita inesperada a su viejo refugio, el Parque del Retiro, lo sacó del vacío momentáneo. Allí se encontró con Elena, una mujer cuya vida, como la suya, parecía estar rota. Ambos compartieron un espacio de silencio que, aunque doloroso, fue liberador.

Con el paso de los días, Javier empezó a redescubrir su humanidad, a observar los detalles que antes le resultaban irrelevantes. A pesar de que la vida seguía sin cambiar, algo dentro de él comenzó a respirar nuevamente.

Hasta que un viernes, la puerta de Elena se abrió, pero lo que encontró en su interior fue un dolor profundo y inesperado. Elena, con el rostro pálido, sujetaba una carta entre sus manos. Su hijo estaba gravemente enfermo. Y Javier, quien siempre había estado buscando respuestas en los demás, supo que no podía quedarse solo con las palabras.

¿Intrigado? Mira debajo de la publicación para leer el desenlace.

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