Su voz era apenas un susurro, pero en ella había una tristeza profunda, una angustia que nunca había visto en ella antes.

Su voz era apenas un susurro, pero en ella había una tristeza profunda, una angustia que nunca había visto en ella antes.

Había estado esperando este día toda mi vida. El día de mi boda, el día que por fin me uniría a la persona que amaba, después de tantos altibajos. Mi esposo, Martín, y yo habíamos formado una familia después de la pérdida de su primera esposa, y su hija, Amelia, de 9 años, se había convertido en mi propia hija. La había visto crecer desde los 6 años, y nuestra relación era más que especial. Habíamos compartido risas, lágrimas y tantos momentos felices juntos.

Cuando Martín y yo nos comprometimos, Amelia estaba emocionadísima. Se convirtió en la pequeña organizadora de la boda. A ella le encantaba la idea de ser la niña de las flores y, con su entusiasmo, me ayudó a elegir el vestido perfecto, las flores, y cada detalle que podía hacerla sentir como la estrella del día. Su felicidad era la mía, y lo último que quería era que ella se sintiera excluida.

El gran día llegó, el sol brillaba, la iglesia estaba llena de flores y sonrisas, y todo parecía perfecto. Amelia caminó por el pasillo con su vestido de niña de las flores, radiante y feliz, con el ramo en las manos. Yo no podía dejar de mirarla, su rostro tan lleno de esperanza, como si estuviera cumpliendo uno de sus mayores sueños. Cuando la ceremonia comenzó, la música comenzó a sonar, y todo parecía seguir el guion que habíamos imaginado.

Pero de repente, algo extraño sucedió. En medio de la ceremonia, cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que Amelia había desaparecido. Mis ojos la buscaron entre los familiares y amigos, pero no la vi. Desesperada, susurré:

“¿Dónde está Amelia?”

Mi corazón dio un vuelco, y los ojos de todos se volvieron hacia mí. Nadie la había visto en los últimos 20 minutos. ¿Cómo podía ser? Ella había estado tan emocionada, tan ansiosa por este momento. ¿Por qué no estaba allí?

Detuvimos la ceremonia, y una fría sensación recorrió mi cuerpo. Todos comenzaron a buscarla, pero no la encontraban. El ambiente se volvió tenso, la confusión comenzó a apoderarse de la sala. En ese momento, alguien gritó:

“¡Oigo que llaman!”

Corro hacia el sonido y, al abrir la puerta de un armario de suministros, me encontré con Amelia, abrazada a su ramo, con las mejillas surcadas por lágrimas. Su rostro estaba tenso de miedo, y su cuerpo temblaba de angustia. Sin decir una palabra, me miró, y luego, con el dedo tembloroso, señaló a su padre, que se encontraba al fondo, mirando preocupado.

“Papá”, susurró Amelia, mientras la tomaba en mis brazos. “Papá… no quiero perderlo.”

Su voz era apenas un susurro, pero en ella había una tristeza profunda, una angustia que nunca había visto en ella antes.

Entonces, lo entendí. Amelia había visto mi matrimonio como una amenaza para su relación con su padre. Aunque lo había expresado de una manera sutil, su miedo al cambio era más grande de lo que habíamos anticipado. Temía perder a su papá, temía que mi presencia en su vida pudiera alejarlo de ella.

La ceremonia se detuvo, pero en mi corazón, lo que más necesitaba era sanar esa herida invisible que Amelia llevaba dentro. Abracé a la pequeña con fuerza, le susurré que todo estaría bien, que nunca la dejaría sola, y que no había nada que pudiera separarla de su padre y de mí.

Martín se acercó, visiblemente afectado, y se arrodilló frente a Amelia. Tomó su mano, la miró a los ojos y dijo con ternura:

“Amelia, siempre serás mi niña, mi amor por ti nunca cambiará. No importa lo que pase, siempre serás la persona más importante en mi vida.”

Finalmente, Amelia sonrió, aunque las lágrimas seguían cayendo por su rostro. Habíamos hecho una promesa, los tres, de que nuestra familia nunca se rompería. Esa fue la verdadera promesa de la boda: un compromiso de amor, unidad y apoyo, a pesar de los temores, las dudas y los miedos.

Y así, la ceremonia continuó. No de la manera que esperábamos, pero con un corazón lleno de amor, y un ramo de flores que simbolizaba no solo el amor entre Martín y yo, sino también el amor que compartíamos como familia.

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