Después de todo lo que había hecho por él, de haberse sacrificado durante tantos años

Después de todo lo que había hecho por él, de haberse sacrificado durante tantos años

Lena estaba de pie junto a la ventana de su apartamento vacío, mirando el patio donde alguna vez corrían sus hijos. Misha, ahora con veinte años, ya no vivía allí; trabajaba en San Petersburgo. Katya, con dieciocho años, estaba en la universidad. El espacio parecía enorme, sombrío, y la atmósfera estaba impregnada de recuerdos que ya no podían volver. El bullicio, las risas de sus hijos, el ir y venir de las actividades, todo había desaparecido. La casa, que había sido su mundo, ahora le resultaba ajena.

Recuerdo de sus años juntos, Lena rememoraba cómo, cuando nació Misha, dejó su prometedora carrera en publicidad para dedicarse por completo a su familia. “¿Para qué necesitas esta carrera?”, le había dicho Andrey, su esposo. “Yo ganaré el dinero y tú te ocuparás de la casa y los niños”. Y así fue como pasó los siguientes años: cocinaba, limpiaba, cuidaba a los niños y manejaba todos los aspectos del hogar. La llegada de Katya solo hizo que la rutina se hiciera más intensa: madrugones, preparar desayunos, despedir a Andrey mientras él se iba a trabajar, llevar a los niños al colegio y la guardería, ir de compras, hacer la comida, recogerlos, acompañarlos a sus actividades, ayudarles con los deberes y, al final del día, lavar la ropa, planchar y repetir. Todo sin descanso, sin tiempo para ella misma.

Andrey, por su parte, solo llegaba a casa agotado, cenaba en silencio, se sentaba frente a la televisión o salía los fines de semana a pescar o jugar al fútbol con sus amigos. Lena siempre le pedía que se quedara en casa a ayudar, pero él le respondía con indiferencia. “Descansa en casa toda la semana”, decía, como si su esfuerzo y agotamiento valieran menos que los de él. Y la suegra de Lena, Valentina Petrovna, siempre estaba ahí para recordarle su lugar: “Andryusha se cansa en el trabajo, necesita paz en casa. ¿Y tú? Te sientas en casa como una dama. En mi época, las mujeres trabajábamos y atendíamos la casa”. Lena nunca replicaba, solo apretaba los dientes. Sabía que no valía la pena.

Con el tiempo, los niños crecieron, comenzaron a ser más independientes y Lena empezó a preguntarse por su propio bienestar. Se inscribió en un gimnasio, renovó su guardarropa y comenzó a mirarse en el espejo con una nueva mirada. “No estoy tan mal”, pensó por primera vez en años. Pero Andrey no parecía notarlo. O quizás, simplemente no quería hacerlo. Sus llegadas tarde al trabajo se hicieron más frecuentes, y se volvió distante, frío. Un día, después de un largo silencio, Andrey le confesó que se había enamorado de su nueva secretaria, Alina, una joven de veinticinco años, ambiciosa y brillante.

Lena no podía creer lo que estaba escuchando. Después de todo lo que había hecho por él, de haberse sacrificado durante tantos años, él la dejaba por una mujer más joven. La furia creció en su interior, pero no hizo nada. No en ese momento. Estaba tan destruida que lo único que podía hacer era aguantar. Y lo hizo, hasta el día en que la herencia llegó.

Cuando su madre de Andrey falleció, Lena nunca pensó que la herencia iba a ser el desencadenante de todo lo que vendría. Pero algo en su interior se encendió. Andrey y Valentina Petrovna, su suegra, que nunca la había respetado, regresaron a su vida, no por amor, sino por dinero. Ahora, después de todo lo que había soportado, Lena no quería justicia. Quería venganza.

Con la herencia, Lena tomó el control. Decidió que ya no sería la víctima. Sabía que Andrey y su madre esperarían que ella cediera, que accediera a compartir lo que le correspondía. Pero no. Esta vez, ella no iba a ser la mujer sumisa que aceptaba los desaires y el desprecio. Utilizó su parte de la herencia para cambiar su vida. Empezó por vender el apartamento, la casa que había compartido con Andrey, y comprar una propiedad aún más grande y lujosa. Con el dinero también empezó a invertir en su futuro. Tomó clases de gestión empresarial, amplió su red de contactos y comenzó a construir una vida propia, lejos de la sombra de Andrey.

Lena, por fin, recuperó su confianza. Y, cuando Andrey y Valentina Petrovna trataron de acercarse para reclamar parte de la herencia, ella los enfrentó con una sonrisa fría. “Ya no soy la mujer que solía ser”, les dijo. “Y este dinero será para mi futuro, no para que sigan aprovechándose de mí”.

Mientras Andrey intentaba recuperarse de su sorpresa, Lena lo miró por última vez. No sentía rabia, solo una fría satisfacción. La venganza no siempre es rencorosa; a veces es solo la oportunidad de renacer y dejar atrás lo que una vez nos dañó.

Lena no necesitaba más pruebas. Había construido su vida sin ellos, y nunca más permitiría que alguien la aplastara de nuevo.

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