Igor se sentó en su despacho, la penumbra de la habitación parecía envolverlo como una manta pesada. La quietud del lugar era ensordecedora, como si el tiempo se hubiera detenido por completo. Los relojes de pared ya no avanzaban, solo marcaban la misma hora, como si temieran alterar la atmósfera densa que se había instalado en su mente. Miró al frente, sus ojos fijos en un punto distante, sin realmente ver nada. Su mente, en cambio, se encontraba sumida en recuerdos de su hogar, de su matrimonio, de las heridas invisibles que lo atormentaban desde hacía meses.
De repente, un leve golpe en la puerta lo sacó de su trance. No era fuerte ni urgente, sino cauteloso, como si la persona del otro lado temiera romper el silencio que tanto lo ahogaba. Olga, su ayudante, apareció en la entrada. Su rostro usualmente cálido estaba marcado por una expresión seria que no podía ocultar. Con pasos suaves, se acercó al escritorio y dejó sobre la mesa un sobre con la carta de renuncia.
Igor la miró, su garganta se apretó al escuchar el crujir del papel. “Olya, ¿qué es esto?” Su voz salió quebrada, como si le costara respirar. Olga levantó la vista por un instante, sus ojos reflejaban tristeza.
“Será lo mejor para todos, Igor. He encontrado un trabajo en otra ciudad”, respondió con una calma que contradecía el dolor que Igor podía sentir en el aire.
El impacto de sus palabras lo dejó inmóvil. El dolor, agudo y punzante, se apoderó de su pecho. Se levantó bruscamente, rodeó el escritorio y tomó las manos de Olga entre las suyas. Estaban frías, como el invierno que siempre se colaba por las rendijas de la ventana.
“No te vayas”, suplicó, su voz entrecortada. “Por favor… no puedo perderte.”
Olga, con una mirada comprensiva, lo observó en silencio. “No puedo quedarme, Igor. Ella te necesita. Y sé que el lugar que ocupo en tu vida ya no es el que quiero tener.”
Fue como si la culpa y el arrepentimiento se hubieran transformado en un peso insoportable sobre sus hombros. Recordó su matrimonio con Christina, una relación fría, sin amor, nacida de las expectativas familiares. Christina no lo veía como un compañero, sino como una posesión, algo que adornaba su vida para proyectar una imagen. Ella no quería hijos, prefería la vida llena de eventos sociales, vestidos caros y un brillo superficial que se desvanecía con el tiempo. Mientras tanto, Olga había llegado a su vida como un rayo de luz. Ella no pedía nada, solo estaba allí, presente, amorosa. Y eso lo había cambiado.
La confrontación con Christina había sido una escena de desesperación y drama, seguida de una misteriosa enfermedad que nadie pudo diagnosticar. Y ahora, su vida con ella se había convertido en una constante carga emocional. Cada regreso a casa era una tortura, una atmósfera pesada, llena de reproches y silencios incómodos.
Esa noche, cuando Igor llegó a casa, el recibimiento fue como siempre. Christina lo miró con ojos vacíos y le dijo, con voz quebrada: “Llegas tarde otra vez… No te importo, Igor. Quizá no viva para ver la mañana.”
Con el corazón apesadumbrado, Igor se sentó junto a ella, buscando maneras de aliviar su sufrimiento. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para que ella mejorara, incluso si eso significaba sacrificar todo lo que quedaba de su vida. Cuando Christina le habló de un médico famoso, Igor no dudó. Cualquier cosa para salvarla, cualquier cosa para expiar su culpa.
Al día siguiente, tras una larga noche de ansiedad, Igor se detuvo frente a su casa, apagando el motor del coche. Se quedó allí, en la oscuridad, esperando el momento adecuado para entrar. Un golpe en la ventanilla lo hizo sobresaltarse. Al mirar, vio a una niña de unos diez años, delgada, con una chaqueta desgastada. Ella le ofreció limpiar los faros del coche. Igor, en un impulso, le entregó un billete mucho más caro que el servicio que le estaba pidiendo.
La niña aceptó el dinero, pero antes de irse, se detuvo y le dijo algo que le heló la sangre.
“Y llegas demasiado tarde”, dijo, con una expresión inquietante en su rostro. “Intenta llegar antes.”
Igor se quedó inmóvil, mirando cómo la niña desaparecía en la oscuridad. Las palabras resonaban en su cabeza, como un presagio.
La mañana siguiente, todo parecía continuar como siempre. Christina lo recibió con más reproches, como si nada hubiera cambiado. Pero Igor no podía dejar de pensar en la niña, en sus palabras. Había algo extraño, algo que no podía comprender, pero que sentía como una advertencia.
¿Sería la última vez que llegaría tarde? ¿O la oscuridad que se cernía sobre su vida finalmente lo alcanzaría?