Después de 23 años de matrimonio, la vida parecía haber transcurrido sin muchas sorpresas. Los días se deslizaban en una rutina que había comenzado a sentirse como una prisa constante. Me despertaba cada mañana, atendía la casa, me ocupaba de las compras, de la comida, y, por supuesto, de mi marido, Andrés. Él nunca fue de pedir mucho, pero la casa tenía que estar en orden, las cuentas al día y, sobre todo, yo debía estar siempre disponible, lista para él.
Pero una tarde, mientras me encontraba limpiando el suelo de la cocina, algo se rompió dentro de mí. No sabía por qué, pero de repente dejé la escoba a un lado y caminé hacia el espejo del pasillo. Lo que vi me sorprendió: una mujer cansada, con el cabello recogido en un desorden, los ojos opacos y las arrugas surgiendo en mi rostro. Me miré fijamente. No era la chica feliz de ojos brillantes que me devolvía la mirada en la foto de nuestra boda que estaba cerca, en el estante.
Me di cuenta de que algo tenía que cambiar. Ya no era la mujer llena de sueños y energía que había sido. Mi reflejo parecía decirme todo lo contrario. Por primera vez en años, algo dentro de mí gritaba por un cambio.
Pensé en lo que necesitábamos. Recordé esos momentos antes de la rutina diaria cuando, junto a Andrés, íbamos a cenar, reíamos, hablábamos de cualquier cosa. Recordé esos días en los que no había que preocuparse por los platos, las toallas o los niños. Solo estábamos nosotros. Así que decidí sugerir algo diferente, algo que había estado olvidado.
“¿Qué te parece si vamos a una cita, como antes?” le dije esa noche mientras cenábamos. “Hace tanto que no lo hacemos, podríamos arreglarnos, relajarnos, salir solo tú y yo.”
Andrés no levantó la mirada de su plato. “No tengo ganas,” respondió sin cambiar su tono. Luego levantó los ojos y me miró de manera indiferente. “No voy a ir a ningún lado contigo. No pareces alguien que sea bienvenido en un restaurante elegante.”
Las palabras me cayeron como un balde de agua fría. El silencio se apoderó de la habitación. Yo, que solo quería recuperar una chispa perdida, estaba siendo rechazada con tanta frialdad. No sabía qué responder. Intenté hablar, explicar, pero las lágrimas empezaron a acumularse en mis ojos y, a pesar de mis esfuerzos, comenzaron a caer.
“Acabo de terminar con todas las tareas de la casa,” intenté decir, “por eso me veo así. Solo quiero que pasemos un buen rato juntos.”
Pero su respuesta fue más hiriente de lo que jamás imaginé.
“¡BASTA! ¿Quieres saber la verdad?” dijo Andrés, alzando la voz de manera tajante. “Estás tan ocupada con el maldito hogar que te has olvidado de ti misma. No eres la mujer con la que me casé. Te has convertido en un robot de la casa y nada más. Yo no tengo tiempo para una mujer así.”
Mis lágrimas se hicieron más fuertes. No pude articular palabra. Mi mente solo podía procesar lo que acababa de escuchar. ¿Realmente me veía como alguien que ya no valía la pena?
Él dejó sus cubiertos y se levantó de la mesa. Caminó hacia la puerta sin mirarme de nuevo. A medida que se alejaba, un dolor profundo me invadió, y comprendí algo que no había querido aceptar por años: había perdido a la mujer que una vez fui, y con ello, también había perdido al hombre que pensé que conocía.
Ahora, frente al espejo, me vi a mí misma de nuevo, pero esta vez con una nueva determinación. No era tarde para recuperar mi vida, mi identidad. No sabía cómo, pero algo tenía que cambiar, y lo haría. El camino hacia el redescubrimiento era incierto, pero ya no estaba dispuesta a seguir viviendo como un reflejo de alguien más.